Soy la Polifonía

Me hablan tantas voces desde hace tanto tiempo.
      Me hablan, no me susurran.
Son viejas.
       Son impúdicas.
              Las escucho desde siempre,
                    desde  antes de darme cuenta de quién soy.
                               Son atávicas.
                                      Son mis huellas.
Me quise cortar 
                        las orejas para  dejar de oirlas.
                              Son mías
Me quise cortar
                        las venas para dejar de emitirlas
                              Son inmortales

El Último Miserable

Antonia conoció a Román pocos meses después de haber regresado a la ciudad. Los presentó una buena amiga porque había oído cómo ella se quejaba de soledad y aburrimiento. 
No se sintió muy atraída por él al principio pero su amiga le hizo ver que el señor estaba bastante potable y que esta era una buena oportunidad para "desaburrirse". Él, envalentonado por la media botella de, lo que fuera que estaba bebiendo, la animó a que lo acompañara a su casa y ella, no se hizo de rogar... ¡Ay las cosas que empiezan con alcohol, terminan mareadas o peor! 
El apartamento era pequeño y todavía tenía cajas por desempacar porque acababa de mudarse, más tarde, Antonia se enteraría de que estaba pasando por un proceso de separación. Todo pasó como suele pasar y hay que decir que no hubo fuegos artificiales. Se despidieron y ella asumió que la cosa llegaba hasta ahí. 
El mismo día, Román la llamó para decirle que había olvidado unas gafas en su casa y fue a devolvérselas. Al día siguiente  volvió a llamarla; por supuesto que ella estaba sorprendida y agradada pero no respondió y el tipo pronto desistió. 
La vida continuó un tiempo normalmente, o mejor dicho, sosamente. Antonia tenía que organizar un evento donde se esperaba gran afluencia de público así que llamó a todos los contactos de su agenda, incluido Román pero él no estaba en la ciudad.  
Lo invitó a que se vieran en cuanto regresara y -puta, puta, puta- le calentó el oído y algo más. Si alguien le hubiera preguntado porqué hizo todo esto, ella no podría explicarlo. No estaba en absoluto impresionada por el hombre que, había hecho gala de caballerosidad y buena educación eso sí, pero que no era lo que estaba buscando. 
Volvieron a verse por su cumpleaños, una vez más, buena educación y sexo bastante mediocre pero a ella no le pareció mala idea tener una relación esporádica con él, mientras algo mejor aparecía -tonta, tonta, tonta- 
No terminaba de acoplarse al ritmo de la ciudad y la relación con Román tenía muchos peros. Él, encantado con la idea de sexo sin compromiso y, todo hay que decirlo, sin mucho esfuerzo, se veía regularmente con ella. Hablaban poco, tiraban mucho y no salían a ninguna parte. 
Esto la molestaba profundamente  porque a estas alturas, sentía que tenían una relación más formal, claro que él, seguía haciendo su vida, es decir, veía a otras mujeres, salía con sus amigos, en fin, Antonia con él y él,  por su lado. 
La primera crisis llegó cuando, por casualidad, se enteró de que Román se acostaba con otra. Ella no debería reclamarle nada pues habían planteado una relación sin compromiso pero lo cierto es que desde que se veían,  no se había acostado con nadie más. Antonia, que no se callaba nada, se lo hizo saber y él le recordó que no tenían nada serio. Ella, aceptó y trató, en vano, de que las cosas siguieran como antes. 
Aunque la relación cambió, principalmente, porque  ya no confiaba en él, -no era la primera vez que algo así le pasaba- pronto, tuvieron la segunda crisis y más pronto todavía, la tercera.  
Él, lo notaba, empezó a sentirse agotado y si ya era frio, distante y poco deferente, se convirtió en un completo témpano de hielo. Sus actitudes desobligantes, amenazaban con apagar la incipiente llama de amor que había nacido en Antonia, pues sin apenas darse cuenta, le había cogido gusto a sus encuentros; es increíble pero como dicen, "el roce hace al cariño". 
Román no salía con ella porque siempre estaba ocupado; lo  único que lograba atraerlo fuera, era la tentadora invitación que Antonia le hacía para ver alguno de los espectáculos que ella organizaba. 
Un buen día, ella tuvo un acceso de lucidez, un momento de esos que nos llegan por sorpresa, haciéndonos abrir los ojos y saltar de la cama decididos a cambiar nuestras vidas.
Hay que decir que esto no solía pasarle a nuestra protagonista quien, debemos reconocer, no gozaba de una gran inteligencia emocional; haciendo honor a la verdad y por mucho que duela, Antonia no tenía inteligencia emocional o al menos no había dado muestras de tenerla hasta ahora. 
Hija de padres separados, creció lejos de los hombres pues su familia materna que fue quien la rodeó siempre, era básicamente de mujeres. Tampoco tuvo hermanos que le sirvieran de referencia y una cuidada educación en colegio de monjas, no fue precisamente la oportunidad para descubrir el imaginario masculino. 
Su vida romántica comenzó algo tarde y tuvo la mala suerte de enredarse con un canalla de esos que van por la vida buscando muchachitas más jóvenes que les coman cuento. Ella, lógico, cayó rendida y enamorada a los pies del estúpido y mediocre treintañero... ¿He mencionado la palabra mediocre antes?  
Las relaciones de Antonia fueron pocas y muy desabridas. Podríamos decir que tenía sorprendente buena puntería para dar con el hombre equivocado, pero aquella mágica mañana, las musas le habían hablado y ella estaba decidida a cambiarlo todo.  
Llamó a Román, pero él no contestó, y le dejó un mensaje para que se vieran. Dos horas después,  no había aparecido y tampoco contestaba los Whatsapp. 
Como estaba decidida a dejarlo todo resuelto ese mismo día, pues no quería dejar pasar la ocasión única de estar lúcida, volvió a llamarlo, esta vez al celular, pero él no respondió. Entonces, le escribió un mensaje de texto pidiéndole que se reportara; finalmente, el tipo le escribió: "Estoy cansado y estoy en casa trabajando". Ella quiso hablar personalmente con  él y volvió a llamarlo pero él siguió sin responder. 
A las 9 de la noche, la lucidez la había abandonado por completo y la dulce Antonia se había convertido en una pésima versión de Míster Hide. Llamó muchas veces al fijo y al celular de él... Nada.  Al borde de las lágrimas, lágrimas de ira y de tristeza, se sirvió un whisky y luego otro y otro y otro. ¡Ay las cosas que empiezan con alcohol terminan mareadas o peor! 
Llegaron  las doce, envalentonada por la media botella que se había bebido, pidió un taxi y fue a su casa. "Don Román no está, no ha venido desde antier", dijo el portero. Un ruido como de fuegos artificiales, estalló en su cabeza. ¡Pero si él le había dicho que estaba trabajando ahí! Es cierto que no contestó al teléfono pero ¡había pensado que era porque no quería hablar! 
El tipo le había mentido y esta no era la primera vez, también lo había hecho el día que negó haberse acostado con su amiga -la que los había presentado- o le había hecho creer que no se acostaba con más mujeres. 
En aquel momento, a ella le parecieron mentiras insignificantes, trampas de la memoria o trucos del ego para acomodarse a su nueva situación de soltero pero ahora, era diferente. 
Sin saber cómo, volvió a casa; terminó la botella que había empezado; lloró, maldijo, recordó todas las situaciones por las que habían pasado a lo largo esos meses de medio relación y se dio cuenta de que, una vez más, había tirado su tiempo a la basura. 
Desde el principio, ella se había encargado de ponerlo en la posición del cortejado. Lo llamaba, le pedía que se vieran,  compraba la comida, aceptaba sus horarios y condiciones pero él, nunca se manifestó con unas flores, o una invitación a un café, o alguna palabra galante cuando se desnudaba y le bailaba para excitarlo.  
Román jamás se asumió como parte de esa relación, yacía en su casa plácido, como una gata remolona y gorda que espera a ser montada. Se dejaba querer, sin preguntarse cómo podía aprender a querer o al menos intentar quererla a ella.  
No le preguntó cómo se sentía en el trabajo, ni la llamó cuando tuvo bronquitis, ni mucho menos la visitó pues tenía un viaje pendiente y no quería contagiarse.  
Tampoco leía sus escritos, ni comentaba sus publicaciones en Facebook pero siempre esperaba que ella le alabara las estúpidas frases de cajón con las que llenaba su muro. Frases como: "Yo estoy en contra de la violencia contra las mujeres". ¿No se daba cuenta que su trato displicente y egoísta, que su pose del hombre más deseado que vive calentándole la oreja a todo lo que se le pasa por enfrente a ver qué cuaja, eran en sí mismos actos violentos?  Mucho pendejo; su actitud era miserable. 
Antonia tuvo que aceptar que todas sus historias, con él y con los otros hombres con los que se había desperdiciado, habían sido lo mismo; mediocres, desiguales y miserables. Entonces, su cabeza hizo click. 
Eran las 6 de la mañana y el sol brillaba en el cerro cuando Antonia, por fin, abrió los ojos, abrió el corazón, abrió las alas y el grifo de la ducha para darse un buen baño que le terminara de quitar las telarañas de un desamor que no merecía.
Tardó en ponerse bonita, no  porque necesitara mucho para hacerlo sino porque se mimó como nadie lo había hecho y pueden pensar mal los lectores y ser felices por nuestra nueva Antonia que después de muchos meses de mal sexo, se ha regalado el mejor sexo de su vida, cortesía de ella misma.
De salida, se miró al espejo y le dijo: "Hoy te digo a tí y a todos los hombres que no me han dejado nada: Tú fuiste el último miserable". 
No supo nunca nada más de él, porque, claro, el tipo no volvió a aparecer, pero a ella ya no le importó.  
Vivió lo normal, lo que vive una persona sana en Colombia y su vida no fue una sucesión de fuegos artificiales pero fue más liviana, menos injusta y bastante feliz.  
Antonia no tuvo hijos y aunque los hubiera tenido, jamás les habría hablado de "los miserables" porque el mismo día que se dijo eso frente al espejo, los había olvidado.