La hora del cuento


QUEDAMOS LAS MUJERES

Tendría no más de 13 años. Lo sé porque todavía no conocía a Pablo, que llegó a la casa de enfrente, justo el día en que cumplía los 14.
Había un ambiente denso en casa. Yo ya sabía reconocer en el aire cuándo se avecinaba una tormenta, una doméstica quiero decir. Era como si las cosas ya no tuvieran el mismo color. Una fina película gris, lo cubría todo, hasta los espejos, tan bien mantenidos siempre por Anabel, mi madre.
Ella decía que los espejos eran multiplicadores y que debían reflejaran nítida y bellamente sólo las cosas buenas y positivas para que así, todo aquello se repitiera infinitamente y fuéramos siempre felices.
Así que aquel día que era claro y luminoso afuera, todo en casa estaba, buuuuuuuuu..., vestido de temporal. Hasta ese momento creía que la única persona que notaba esos ambientes enrarecidos era yo, pero era obvio que Anabel también sentía algo. Estaba nerviosa. Limpiaba una y otra vez la mesa de la cocina y miraba constantemente el reloj. No me pareció raro que Esteban no hubiese venido todavía a desayunar pues era sábado y casi siempre se levantaba tarde aunque ya eran casi las 12 y todos habíamos tomado la primera comida hacía varias horas.
Recuerdo, que Anabel estaba particularmente guapa. Tenía un nuevo brillo en los ojos y por primera vez en mucho tiempo, se había dejado suelto el cabello. Tenía una hermosa melena negra. Sé que no era natural; que se la pintaba para ocultar las canas pero a pesar de que tomaba todas las precauciones para que nadie en casa la descubriera, más de una vez, olvidó tirar el tubo del tinte en el cubo de la calle. Así era mi madre, tan cuidadosa para tejer sus pequeñas intrigas y de repente por algún tonto descuido, se ponía en evidencia.
Yo siempre la cubría pues me daba pena que después de haberse tomado tantas molestias, alguien le estropeara su plan revelando la pista que la delataba. Como cuando hacía dieta. Renegaba porque se mataba de hambre y aún así no perdía peso. Todos nos solidarizábamos y tratábamos de no comer golosinas delante de ella para no ofrecerle tentaciones. Sólo yo sabía que todos los días, Anabel tomaba una pequeña barra de chocolate después de cada comida. ¡Uff! Pobrecita, bebía su te amargo al desayuno y nosotros café y poco más para no tentarla desde temprano y mientras recogía los platos, iba partiendo pequeños trozos de chocolate y zampándoselos rápidamente cuando nos daba la espalda. Creo que ni los saboreaba. Era tanto su afán de comerlos sin que nos diéramos cuenta que los tragaba sin siquiera masticarlos un poco. Hacía tiempo la había descubierto porque se había dejado el empaque en el bolsillo del delantal y me pidió que se lo llevara para lavarlo. Noté enseguida el bultito del papel arrugado y me deshice de él. No quería que se sintiera descubierta.
A las 12:30 mi madre me pidió que despertara a Esteban. Subí corriendo las escaleras con la intención de hacer mucho ruido. Sabía que no le hacía gracia que le despertaran y menos después de haber trabajado hasta tarde. Aun así, seguía durmiendo aunque extrañamente no roncaba. La puerta estaba entreabierta y me sorprendió ver las cortinas abiertas. Esteban no podía dormir con luz. Empecé a llamarlo desde la puerta, primero muy bajito, con un susurro y luego cada vez más alto. No se despertaba. Me acerqué con cautela pues se ponía tan de mal humor cuando le despertaban, que empezaba a manotear sin fijarse si pegaba o no. Tenía la cara vuelta hacia la pared y no podía ver si estaba despierto así que le toqué el hombro y me alejé pero no reaccionó. Lo sacudí otra vez y tampoco se movió. Lo sacudí dos veces más y con todas mis fuerzas pero seguía quieto; entonces, subí por encima de él para ver su cara. Estaba pálido y tenía los ojos abiertos. Me asusté, pensé que me daría un azote y bajé de un salto de la cama. El pánico empezó a apoderarse de mí. Yo no había hecho nada, sólo había ido a despertarle y ahora él estaba quieto como en shock mirándome. Llamé a mi madre desde arriba. Ella se asomó a la puerta de la cocina. Se frotaba las manos y me pregunto ¿ya? Yo no entendía y le dije que algo le pasaba a mi padre, bueno, a Esteban porque tenía los ojos abiertos y no hablaba y mientras iba enlazando torpemente estas palabras, me preguntaba por qué ella estaba ahí sin hacer nada, por qué me había preguntado ¿ya?... Volví a la habitación y al ver el cuerpo sobre la cama, comprendí que estaba muerto.
Empecé a caminar por toda la estancia. No podía ni parpadear; mis hermanas estaban abajo con mamá que les prohibía que subieran. No podía entender lo que les decía pero sí sabía que no quería que vieran a su padre así. Yo tampoco, entonces traté de tapar el cuerpo con la sábana; sabía que a los muertos se los tapaba siempre o al menos así se veía en las películas. Tiré fuerte de la tela pero sólo conseguí taparle la cara. Por fuera, se veían sus patéticos tres pelos de calvo que no se reconoce.
Oí cuando Anabel subía la escalera y sentí deseos de vomitar así que fui corriendo al baño de la habitación y esperé hasta que mi madre hubo llamado a la ambulancia.
Tiré de la cadena, esperé un poco y salí directo a mi cuarto. Nadie logró sacarme de allí hasta bien entrada la noche. Cuando mi abuela y mi tía vinieron a verme con un helado stracciatella.
La casa estaba llena de gente. Parecían insectos que, bbbbzzzzzz, susurraban todo el tiempo. Monica, no paraba de hacer café y Josefina preparaba sándwiches de atún. “fue todo tan sorpresivo decía”.  Mis hermanas se habían ido a la cama y Mamá se mecía en su mecedora, mirando al piso. Tenía el pelo recogido otra vez y no sé de dónde había sacado un suéter y una falda negros. No recordaba que tuviese ropa de ese color.
Lo velamos en el tanatorio de su pueblo y lo enterramos allí, con sus padres. Ella se veía más cansada y más vieja que nunca. Sentí compasión. Me preguntó si estaba triste y le dije que todavía no. Acarició mi cabeza y me dijo: mi niña, mi niña, ahora esto va a mejorar. Sabía de qué hablaba. Esteban ya no estaba y por fin seríamos una familia normal. No más gritos, ni borracheras, ni palizas. Ahora la casa se sentía respirar. El velo había desaparecido y las cosas tenían luz propia. Mis hermanas llevaban muy bien la muerte de su padre. Casi no hablaban de él y hasta nos habíamos vuelto amigas.
En diciembre visitamos a Mónica en la montaña. Me gustaba ir porque podía hacer lo que quisiera. Dormir en el salón junto a la chimenea, hablar hasta muy entrada la noche, comer chocolates para entrar en calor y pasarme el día en pijama pero lo mejor era la colección de arañas de mi tía. Era zoóloga y sentía pasión por esos bichos. Tenía un magnífico invernadero con más de 80 especies de arañas y esta vez, me dejó acompañarla a alimentarlas. Aprendí mucho ese invierno y decidí que quería ser zoóloga como ella.

continúa...

En primavera, supimos que por fin se había vendido la casa de enfrente y nuestros nuevos vecinos llegaron una noche, muy sigilosamente. Yo estaba despierta porque siempre me desvelo en mi cumpleaños. Estaba oscuro pero la lámpara del portal iluminaba con fuerza por eso pude ver a Pablo que era el más alto del grupo. Eran tan silenciosos, en especial Mariana. Tenían dos hijas: Nina e Isabel quienes hicieron amistad con nosotras. A veces se quedaban a comer en casa y mamá preparaba deliciosos postres y dulces. Ya no hacía dieta pero curiosamente estaba por fin en su peso y más hermosa que nunca. Mariana iba de vez en cuando a buscar a las niñas pero no hablaba largo rato con nadie. Se refugiaba en su casa todo el día; ni siquiera iba a hacer la compra. La hacía Pablo. Mamá trataba de hacerse su amiga y la invitaba constantemente pero ella se negaba amablemente. Nina también era callada pero no tanto como Isabel. Las dos tenían la mirada huidiza y triste y nunca hablaban de sus padres a pesar de que siempre les preguntábamos por ellos. Una noche, escuché gritos. La voz de Pablo se oía claramente. Le decía a Mariana que debía prohibir a las niñas venir a casa y que además, no podían ser amigas nuestras. Mariana susurraba algo que no lograba oír; de repente sonó ¡pam! un golpe seco y en seguida a Pablo cuando decía: Te lo has buscado. Luego sentí llorar a su mujer con un llanto nervioso como reprimido. No pude dormir en toda la noche y al siguiente día le conté lo que había pasado a mi madre.
Asentía con cada cosa que le decía y cuando terminé de hablarle no me dijo nada; se puso de pie y se fue a hablar por teléfono. Tuvo que insistir para convencer a Mónica y por la noche, mi tía estaba en casa. Hablaba en voz baja con mi madre y le daba instrucciones precisas sobre algo que no podía escuchar porque yo estaba en mi habitación y ellas abajo, en la cocina.
Al día siguiente, Anabel, preparó un regalo para Mariana. Era una pequeña caja decorada con motivos florales y me pidió que la acompañase a llevarlo. Pablo ya había salido a trabajar y las niñas estaban desayunando. Se encerraron a hablar en la habitación principal, mientras yo preparaba a Isabel y a Nina. Las llevé a ellas y a mis hermanas hasta el autobús del colegio y me fui de nuevo a casa. Mi madre regresó a las dos horas y me riñó por no haber ido a estudiar. Le expliqué que yo tenía que quedarme en casa y vigilar que todo saliera bien. Ella al principio no entendió pero pronto, se iluminó su cara y lo comprendió. No tuve que decirle que aquella mañana de la muerte de Esteban, yo había visto las arañas flotando en el wáter, que había tenido que tirar fuerte de la cadena para que desaparecieran y nadie las encontrara flotando. Que no le había querido decir nada para que no se sintiera descubierta y que todo este tiempo había guardado el secreto. Que ni en mi diario lo había anotado y que como no conocíamos a Mariana, no sabíamos si era así de despistada o no y que tendríamos que ver la forma de revisarlo todo una vez, las arañas hayan picado.

                                                                                                             Tatiana Lozano Moskowictz

1 comentario:

amiss0709 dijo...

Gema Ruiz Rodriguez14:51+1
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Por desgracia ,aún hoy día y en el siglo en que vivimos, hay muchos relatos conocidos así entre familias. Podríamos estar horas y horas reflexionando y debatiendo sobre las actuaciones que fallan y han fallado en este tema tanto a nivel nacional como internacional: sociedad, educación, política, medios de comunicación etc. Aún así nos cuesta (me incluyo) comprender y asimilar que no todo el mundo está dispuesto a cambiar aunque el cambio sea para mejor. Creo que el cambio depende del momento clave o no, depende de las circunstancias y la fuerza interna de cada uno/a y si nos ponemos así de mil variables pues somos tan heterogéneos...

Enhorabuena a la autora por la entrada, me gusto mucho su forma de describir los miedos frustrados.