Volví a Colombia hace poco. Después de casi 11 años fuera, el regreso fue traumático pues mi visión del país estaba distorsionada.
Esa distorsión estaba alimentada por la ilusión del regreso a casa y porque la situación de mi hermana y mi padre, retornados hacía algún tiempo, era bastante buena. Creía que en estos años, las cosas habían cambiado para mejorar y que todo lo que yo había visto por fuera, la evolución en los procesos burocráticos en España o el Reino Unido, por ejemplo, serían cosas cotidianas aquí.
Volver, sentirse nuevamente en el terruño y disfrutar de las cosas que muchas veces añoramos mientras andábamos fuera... Se diría que la vida me ofrecía la oportunidad de retornar a mis raíces y reivindicarme tras un prolongado abandono del “hogar”. ¿Qué podía salir mal?
Pero así fue, los días se sucedían, lentos y tortuosos porque diligencias tan simples como comprar un teléfono o abrir una cuenta en el banco, se convirtieron en verdaderas odiseas. ¿Y qué tal inscribirse en el seguro de salud obligatorio? Misión imposible.
Cada tarde volvía a la casa extenuada después de horas esperando y corriendo de aquí para allá porque me faltaba la fotocopia, de la fotocopia, de la fotocopia...
Por aquellos días las noticias hablaban, un día sí y otro también, de ataques con ácido en diferentes puntos de la ciudad y mi hermana alimentaba mi miedo advirtiéndome que no me subiera a un taxi y que tampoco cometiera la imprudencia de hablar por celular cuando estaba en la calle.
Mi vida en el extranjero había sido dura al principio pero bastante tranquila a la vez, es decir, no faltaron los problemas, ya sabemos que ser inmigrante es una prueba de constancia, pero lo que sí debo reconocer y además echo mucho de menos, es la sensación de seguridad.
Caminar tranquilamente, sin esconderse para contestar el celular, permitirme ir en bicicleta a trabajar sin temer que me maten para robármela, disfrutar de una cobertura mínima en salud sin haber tenido que dejar una buena parte del sueldo para acceder a ella y otras cosas que no enumero porque no es de eso de lo que quiero hablar, no tiene precio.
Fueron meses duros, preguntándome si había hecho lo correcto al regresar, si sería capaz de adaptarme a la ciudad caníbal y sobretodo si tenía futuro aquí.
Conversaba con amigos que también habían pasado por lo mismo y que finalmente se habían quedado en Colombia. Uno de ellos me dijo, “lo que pasa es que usted tiene que volverse práctica”. ¿Práctica? ¿Eso quería decir que debía aceptar las circunstancias de mi país y acostumbrarme a navegar en estas aguas? Sí, exactamente eso.
Comencé mi lavado cerebral, repitiéndome todo el tiempo que las cosas son así y no van a cambiar. Acepté el mal servicio de la empresa de teléfonos, los abusos de la de celulares, los excesos del Acueducto y que el taxista me cobrara una cifra distinta por el mismo recorrido que hacía cada domingo del mercado a la casa.
Estuve bien, debo admitirlo, aguanté muchas veces lo mismo y hasta me complací de mis avances en el arte de la sumisión. Pero yo ya venía contagiada de eso que llamaron el 15-M en España y que trascendió como el Movimiento de los Indignados.
Viviendo allí observé, en primera fila, cómo cientos y cientos de personas en todo el mundo se unían bajo una misma bandera, la de la indignación. Todos cansados de los abusos a los que nos somete este sistema voraz al cual nosotros mismos le hemos dado ese poder y recordé. Recordé que la constancia y la convicción profunda de que las cosas pueden cambiar realmente para bien, pueden conseguir muchas cosas.
Desempolvé mi capacidad de indignación que todavía estaba fuerte y me quejé, en la Cámara de Comercio, en Davivienda, me salí de Claro, exigí que me atendieran en Compensar y les dije lo que pensaba de su sistema arbitrario, injusto y retrógrado de maltrato.
Cada día tengo que dominar el miedo a protestar y a las consecuencias que ésto pueda acarrear pero no dejo de exigir que se respeten mis derechos.
Protesto sí y me quejo ante quien haga falta siempre desde el respeto y el civismo porque tengo muy claro que lo que yo quiero es construir, no destruir. Me merezco, nos merecemos una ciudad amable, generosa y justa y también creo que los colombianos tenemos la obligación moral de defender el derecho a una nación respetuosa de los individuos que acoge, una nación donde podamos aprovechar y mejorar las infraestructuras y donde nos sintamos seguros y felices de vivir.
Defiendo el derecho a indignarnos y exijo que nos indignemos cada vez más. Podemos unirnos y llamar a las autoridades a que cumplan con sus obligaciones, podemos conseguir que las mafias de los servicios públicos se pongan en cintura, podemos lograr tantas cosas, lo único que nos hace falta, es la fuerza, el impulso y la berraquera que nos da el estar indignados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario